Por Javier Pagán. Profesor miembro del cuadro docente de ENAE Business School y socio y director de Activa-t.
El final del día llega con la tranquilidad bajo el brazo. A medida que la jornada va llegando a su fin, los teléfonos suenan con menos frecuencia, el ruido en la oficina desciende, el tráfico está menos congestionado y la cuidad parece entrar en un estado de letargo temporal hasta que el despertador la vuelva a sacudir al día siguiente. En ese momento, la bajada de revoluciones externa parece sincronizada con el bajón interno, que, en forma de cansancio, advierte que la batalla ha llegado a su fin y que es momento de retirarse para recuperar fuerzas.
Es tarde y queda el camino de vuelta, que, con suerte, no llevará mucho tiempo y permitirá pasar un rato con la familia antes de que el cansancio se apodere definitivamente del cuerpo y lo adormezca hasta caer en un profundo sueño. El día fue, como de costumbre, duro. Clientes que consideran el tiempo de los demás como un derecho adquirido del que pueden hacer un uso indiscriminado por la posición ventajosa que ocupan, incidencias, difíciles de resolver por la falta de interés y la dejadez de las partes involucradas, que consumen más tiempo del estrictamente necesario, y batallas internas, fruto de las diferencias de interés y criterio de las personas que conforman la organización, que inmovilizan la resolución y obligan a emplear más tiempo del deseado. Y por fin llega el pitido final marcado por la desconexión de un ordenador que marcar el tempo del trabajo.
Ya fuera, se nota que el día está llegando a su fin. Y pese a que llevar un frenético ritmo de trabajo ha permitiendo avanzar en multitud de frentes, el sabor con el que se abandona la oficina no es de satisfacción o victoria ¿Cómo se puede explicar esta sensación con lo buenos que han sido los resultados obtenidos?
El ritmo diario es trepidante. Las personas parecen moverse con la misma sensación de angustia y urgencia que un artificiero intentando desactivar un artefacto asociado a un temporizador. El tiempo pasa, dejando tras de sí la sensación de que cada vez se tiene menos para hacer lo que se van dejando para un mejor momento. La urgencia parece haberse convertido en la norma que marca un ritmo que, en apariencia, no deja lugar para hacer otras cosas, las importantes. Hacer para satisfacer es lo que cuenta, y cuanto más se haga, mejor.
En el intento por ayudar a las personas a mejorar el uso que hacen de su tiempo, surgen multitud de técnicas, libros y jornadas orientadas a difundir la importancia de la organización personal, convirtiendo de este modo al tiempo en una secuencia de tareas que la persona debe ejecutar a la mayor velocidad y con la menor distracción posible. Esta visión reduccionista del tiempo “eleva” a la persona a la categoría de máquina, “reduce” el tiempo a la de unidad de medida y “valora” a la persona por el resultado que muestran sus indicadores.
Y mientras se pelea por hacer más en menos, el tiempo sigue su curso, las estaciones desfilan, los niños crecen, y los años se suceden. Pero estos indicadores pasan inadvertidos para unas personas que piensan que el tiempo las espera, que ya llegará el momento de hacer lo que hoy no pudieron. Ahora lo que toca es ir por la vida a toda velocidad haciendo todo lo que se pueda y estrujándose los sesos para identificar nuevas fórmulas, métodos y trucos que permitan maximizar, aún más si cabe, el uso que hacen del tiempo. Y están tan preocupadas, concentradas y obsesionadas por “cumplir” con lo que se espera de ellas, que se olvidan de preguntarse por qué hacen lo que hacen y si disfrutan de ello.
Y en ciertos momentos de lucidez se levanta la cabeza y se toma conciencia de dónde se está y de los daños colaterales que se han tenido que asumir a lo largo del viaje. Pero no hay tiempo que perder, el tren de la vida va a alta velocidad y no espera a quien se rezaga. Pararse a pensar y reflexionar es un lujo sólo al alcance de quienes son improductivos y no tienen interés por triunfar en la carrera de la vida o de quienes quieren complicarse la vida haciéndose preguntas sin respuesta. Y es que definitivamente el tiempo no se puede gestionar, no se puede manipular ni comprar, solo se puede vivir, y cada uno decide cómo hacerlo.