Actualmente, Google registra en España en un mes 4.600 búsquedas sobre la palabra clave “Estrategia”, y otras tantas para las palabras relacionadas con el liderazgo. Encontrar la relación que ambas palabras tienen en la práctica es el objetivo de este artículo.
Desde el punto de vista sociológico, para que una organización humana pueda avanzar, necesita dos grandes motores: el motor de la conformidad con las normas, que produce actos de cooperación que alimentan la cohesión organizativa. Y el motor del cambio, que alimenta el valor vital del progreso. Por eso, la mitad de las organizaciones mueren por desintegración y la otra mitad por esclerosis. Ambos motores son antitéticos: cuando uno está activo, el otro no debe funcionar. Son como el freno y el acelerador de un coche. Sin el primero, sin unidad de acción, la organización es delicuescente, floja y, por tanto, ineficaz en la persecución de sus metas. Sin el segundo, no se pueden romper los moldes que nos impiden avanzar y, por tanto, no podemos hacer frente a aquellos que quieren lo que nosotros tenemos. El buenismo es la negación de este segundo principio. Esto ha sido así desde el principio de los tiempos y, probablemente, será la causa formal del fin de los mismos.
Esto constituye el núcleo de la toma de decisiones y tiene guarda estrecha relación con los estilos de liderazgo.
A medida que se desciende en el nivel de la organización, la toma de decisiones se vuelve más y más táctica, de tal manera que la táctica sería la aplicación al campo de batalla de la planeación estratégica. Las decisiones tácticas son tan importantes en la práctica como las decisiones estratégicas, porque son las que deciden la victoria o la derrota. En este plano, cobran importancia las ventajas tácticas, los medios: la financiación, el diseño de los productos, el diseño de las operaciones, la logística, la comunicación dentro de la cadena de mando y la preparación de los manos intermedios, a fin de que puedan tomar decisiones eficaces.
Si consultamos cualquier diccionario, veremos el termino “Estrategia” se suele definir como:
La estrategia tendría que ver con estas dos cosas: por un lado, con la adquisición de la información necesaria para superar un obstáculo (Estoy en A y quiero llegar a B) y con el riesgo: la ausencia de información completa sobre cómo llegar de A a B. De tal manera que, en la decisión, todo lo que no es información, es riesgo. La misión de los jefes, en cuanto a la toma de decisiones, es doble: buscar la información que minimice el riesgo, y asumir las consecuencias que supone afrontarlo. En este sentido, la estrategia no cambia a lo largo del tiempo, cambian los métodos de aplicación. Esto para los que creen que la tecnología lo cambia todo: sólo cambia la aplicación de la tecnología, pero no la esencia de la estrategia. Es más, la tecnología ha agudizado el problema: la información para tomar decisiones es mayor, pero también lo es el riesgo en la toma de decisiones, porque hoy no peleamos contra tribus locales, sino contra organizaciones de dimensión mundial. Hoy, una equivocación en la estrategia supone la desaparición de la compañía, aunque ésta hubiera sido el año anterior la campeona mundial del sector. Y, como consecuencia, el factor tiempo se ha acelerado.
Un líder, sea comandante en jefe, director general o presidente ejecutivo, debe saber por qué tiene o ha tenido éxito y a qué se han debido sus fracasos. Tiene que estudiar mucho, tiene que mirar y observar mucho y tiene que compararse constantemente; también tiene que conocer por qué ganan o pierden los demás y, como consecuencia, todos los días tendrá que hacerse la pregunta fundamental de las ocho de la mañana: “¿Qué decisión tengo yo que tomar hoy para que mi organización pueda seguir estando mañana en primer lugar?” A este respecto, dice John Laffin, autor de más de 70 libros sobre estrategia militar, que "otro ingrediente de la amalgama que hace que un comandante sea grande son su disposición y su inteligencia para aprovechar las experiencias de otros" (J. Laffin, Grandes batallas de la Historia, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 2004. Y añade: “Para que una fuerza militar sea efectiva, debe vivir en el deseo de batalla, y sus comandantes deben sentir hambre de gloria -sea cual fuere el significado que le den a ésta-“. En nuestro caso, el factor hambre de gloria tiene que ver con la motivación, que asegura dos cosas: la unidad de acción (el célebre trabajo en equipo) y la capacidad para asumir el riesgo inherente a cada decisión.
Siguiendo a Laffin, hay una serie de principios en estrategia militar, que permanecen inalterados y se aplican a cualquier batalla, sea militar o comercial:
Es el cuidado de la motivación y de la formación. Como decía un antiguo Dean de Harvard cuando alguien se le quejaba de que la formación era cara: "Pruebe usted con la ignorancia". Pero la formación primera es la que cada jefe da a cada subordinado. Ésa es totalmente indispensable e indelegable.
El diablo está en los detalles. Quiere decir que no hay aplicación automática de la estrategia. La táctica es importante, y la táctica necesita atención continua: control, control, control. La herramienta de acción es el equipo: conjunto de individuos + organización + metas.
Un director general debe saber qué pasa o puede estar pasando en cada unidad. Además, hay que saber -casi obsesivamente- qué está pasando en la competencia, cómo evoluciona el mercado, qué productos están en juego o lo van a estar, con cuáles ganamos o perdemos dinero, etc.
La otra mirada importante de un director general debe serlo hacia el interior de su propia organización. Hay decisiones que no se deberían tomar hasta que no seguros de la capacidad de la propia organización para soportarlas.
El mayor enemigo de la organización es la desorganización. La falta de unidad, coordinación y comunicación entre jefes y subordinados suele ser la causa material de la entropía organizacional. Muchas veces es suficiente para explicar por qué no suben las acciones de una compañía. Cuando se pregunta a una organización que es lo que más le molesta, la respuesta invariablemente es: la mala comunicación entre jefes y subordinaos. Cuando indagamos en el fondo de esta cuestión, los subordinados responden: realmente no sé lo que quiere mi jefe, no sé lo que espera de mí y no sé que puedo esperar de él. Por eso, gran parte del entrenamiento militar consiste en enseñar a los mandos a producir órdenes claras.
Cuidar la publicidad y, sobre todo, la imagen que la compañía tiene frente a sus propios integrantes. No hay nada más dañino para una organización que una imagen negativa de la misma proyectada sobre las mentes de sus propios miembros. En el plano del individuo, eso se llama auto-estima. En el plano social, se llama fama. Y, como decía santo Tomás de Aquino, destruida la fama de una persona, destruida su capacidad para aspirar a lo bueno. Y, destruida la fama de una organización, destruida la motivación de sus miembros para contribuir a ella.
La teoría del gabinete inglés dice que las peleas son para la sala de reuniones. Una vez que salimos al exterior, y ante los ojos de nuestros colaboradores, la unidad debe ser absoluta.
No hay eficacia sin unidad de mando. En realidad, jefes sin prestigio + tiempo = ineficacia de la organización. Pon jefes sin prestigio al frente de una organización, deja pasar el tiempo, y la organización se volverá incapaz para alcanzar sus metas.
Como saben muy bien los corredores de automóviles, hay vehículos que corren mejor en ciertos circuitos que otros. En Fórmula 1, la batalla es la adaptación mecánica de plataforma y motor a cada circuito. Definir las acciones de marketing, los medios. Adecuarlos a la acción de que se trate.
Nadie puede pedir a otros que hagan algo que uno no está dispuesto a hacer, porque se nota. El liderazgo, sobre todo el liderazgo último (aquel después del cual ya no hay teléfonos a los que llamar) encierra en sí una alta dosis de auto-exigencia. El viejo proverbio chino: “El jefe vela mientras los subordinados duermen”, es el que mejor expresa esta actitud. Esto en la práctica consiste en no convertir el “visual management” (la cartelería con datos sobre nuestra marcha) en propaganda barata. Los valores no se difunden mediante videos o carteles. Eso es instrumental. Los valores se difunden realmente mediante los propios comportamientos de los jefes: Me han dicho que tenemos que trabajar en equipo y colaborar con los demás departamentos, pero realmente ¿mi jefe lo hace? Cuando el trabajador de una organización recibe un mensaje institucional, busca inmediatamente la traducción a la práctica de ese mensaje en el comportamiento de su propio jefe. Si la respuesta es positiva, el colaborador acepta el mensaje. Si es negativa, lo rechaza. Los valores sólo se hacen visibles a través de comportamientos.
No conformarse con ganar las batallas a medias. Analizar constantemente los resultados (qué nos fue bien y qué hicimos mal), después de cada campaña, de cada año fiscal, de cada lanzamiento. Sólo se aprende con el análisis posterior. No conformarse con la victoria parcial y, además, celebrarla. Hay que estudiar a fondo.
También conviene recordar que, después de una guerra, viene otra. Y que no se debe ganar batallas hipotecando el propio futuro. Es lo que llamamos batallas pírricas.
Asegurarse de siempre de que somos mejores que el mejor, haciendo algo que los demás no puedan hacer. En el mundo de empresa se llama la creación de barreras de entrada.
Agilidad en la toma de decisiones. No cargar a las personas con pesos agobiantes. No obligar a una obediencia superior a la necesaria. La obediencia necesaria para que la acción de los jefes sea eficaz, supone un consumo de libertad. Los buenos jefes deben estar atentos para que este consumo no suponga una carga para los que tienen que obedecer. Hacer obedecer a la gente en tonterías (la disciplina sólo debe exagerarse en período de formación) o en cosas que no comprenden porque no nos hemos tomado la molestia de explicar su significado, supone jugar peligrosamente con la motivación de las personas. Y no hay nada más caro que la desmotivación.
Hay directivos aglomeradores en torno a los fines y directivos aglomeradores en torno a los medios. Los primeros ponen los objetivos por delante y concentran su acción directiva en alcanzarlos. Los segundos hacen hincapié en la preparación, en disponer de los medios necesarios para ganar la batalla por aplastamiento. Tienen ventaja los primeros sobre los segundo, porque su aprovechamiento del tiempo es superior. Históricamente, los dos ejemplos que se ponen sobre esto son el general Patton y el mariscal Montgomery. Hay quien dice que Monty se aprovechó del material que Patton no necesitaba porque éste era más eficaz.
El conocimiento de la organización es la clave. Un director general definía su empresa, en la que había trabajado desde aprendiz y había hecho su carrera de ingeniero, como un gran tablero de mandos, con sus indicadores, sus luces rojas y sus botones, que conocer a fondo, saber interpretar y administrar según las circunstancias. Esto es cuestión, naturalmente, de experiencia, que es la que facilita el conocimiento orgánico de las cosas.
Lo propio del líder es trazar la estrategia: no hay liderazgo sin estrategia, de manera que la estrategia es consustancial con el liderazgo. El problema es que, cuando falta o muere el que encarna la estrategia, muere la estrategia y hay que encontrar otra. Por tanto, otro problema real es lo que podríamos llamar en lenguaje de última generación, el problema de la sostenibilidad de la estrategia. Pero eso es algo que habría que dejar para otro artículo.
Para terminar, nos vale una cita de Montgomery, también aplicable a las organizaciones empresariales:
“Considero que la moral es el factor aislado más importante en la guerra. Una elevada moral se basa en la disciplina, el auto-respeto del soldado y la confianza que tenga en sus comandantes, sus armas y en sí mismo. Sin una elevada moral, no hay éxito posible”.
Cambiemos la palabra “moral” por la palabra “motivación” y todo se entiende mejor.
Manuel Candela Delgado