por Antonio Ángel Pérez Ballester, socio-director de INFLUYE, Desarrollo&Coaching, y profesor del Máster en Dirección de Personal y Recursos Humanos de ENAE Business School,
A finales de los años noventa y trabajando para una multinacional española, tuve una interesante experiencia en Alemania, donde un grupo de españoles compartimos espacio en la central de una potente firma del sector, -aliada de la española- hasta disponer de oficinas propias en su central de Hamburgo.
Los alemanes llegaban en horario flexible de 7,30 a 9; saludaban y ocupaban su puesto de trabajo. Alguno tomaba un café de la maquina y se lo llevaba a su mesa. A los cinco minutos de llegar, todo el mundo estaba en lo suyo.
Si había alguna reunión programada comenzaba en punto, y tenía también hora de término fijada de antemano, que se cumplía. Entre 12 y 13,30 se paraba 30 minutos para una breve colación, y entonces se compartía en grupo; se interesaban por las familias, los viajes de vacaciones y el tiempo. Vuelta al trabajo. El tiempo cundía, la concentración era evidente. Se hablaba cuando había que hacerlo, sonaba el teléfono y se contestaba, pero nadie se enrollaba. A partir de las 15,30, los empleados comenzaban a marcharse, y el último bloque lo hacía a las 17. Algún responsable, y unos pocos “interesados” en promocionar (esta nomenclatura de “interesados” se mantiene en una conocida firma de grandes almacenes en España), dilataban sus quehaceres hasta las 18 o incluso 18,30, y casi siempre no por demanda de trabajo. A partir de esa hora, los abnegados y estúpidos españoles, nos quedábamos solos en las instalaciones que abandonábamos a partir de las 20 horas (como hacíamos en España), acudiendo los vigilantes de seguridad, para encender las fases de luz cortadas, y guiarnos por las salidas de emergencia donde las alarmas no estaban conectadas. Llegábamos a nuestro hotel sobre las 20,30 con prisa para engullir algo de cena fría, que amablemente nos habían reservado a los abnegados españoles que llegábamos fuera de horario de comedor.
Al principio lo hacíamos con orgullo (estos alemanes se creen que son los que más trabajan). Con el tiempo, algunos nos preguntábamos quien trabajaba realmente más.
Nunca aprovechamos el tiempo mejor, que durante el mes que pasamos con ellos y fuimos plenamente conscientes que el rendimiento ya había pasado antes de llegar la media tarde y lo que hacíamos a partir de esa hora era irrelevante (salvo cotillear de estas extrañas costumbres), con lo cual, cuando volvimos a España y nos encontramos con nuestra forma de trabajar, la mayoría sentimos una mezcla de añoranza, vergüenza y frustración. Por supuesto, cuando arrancó el país, sus resultados eran superiores a los nuestros, y siempre, con menos horas.
Díaz Ferrán y otros muchos empresarios que comparten sus palabras deben haber viajado poco y si lo han hecho, no han aprendido nada.